miércoles, 27 de marzo de 2013

¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?



Escribir en 2013 sobre ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? es, cuanto menos, redundante. ¿No está todo dicho ya sobre la obra más mediatizada de Philip K. Dick a.k.a. Dueño y Señor de la Paranoia Metafísica? Quizás sí. O quizás es su adaptación cinematográfica, Blade Runner, la que se ha llevado el gran trozo de ese pastel que es el conflicto hombre – maquina. Deckard versus Nexus-6. No, no voy a escribir sobre las eternas comparaciones entre libro y película, porque cada uno ha sabido encontrar su hueco en la ciencia ficción. No se pisan. No se agreden porque orbitan en sistemas diferentes.

Entrar en Dick es, ante todo, una prueba de fe. No de esa fe televisada que destiñe, sino fe de la de antes, de la de no saber siquiera si vas a disfrutar del aprendizaje. Si la retribución por dicha entrega será, ya no satisfactoria, sino mínimamente útil. Y aunque la novela que nos ocupa no sea turbulenta en la mayor parte de su recorrido, sí que nos encontramos pasajes marca Dick®. Momentos de no entender nada, de cambiar de arriba abajo las reglas del juego, de dudar de si lo que creíamos que era cierto no lo era en absoluto. Citando al autor: 

"La Realidad es aquello que, incluso aunque dejes de creer en ello, sigue existiendo y no desaparece."

jueves, 14 de marzo de 2013

Buda en el ático


No voy a negar mi natural inclinación a recibir con los brazos abiertos cualquier lectura que tenga que ver de forma directa o indirecta con mi idolatrado Japón. Todo el mundo sabe que una buena disposición es clave para que un libro, una película, una obra de arte cualquiera acabe cuajando. Sin embargo, la novela de Julie Otsuka ha compensado con creces toda buena intención que pudiera tener hacia ella. Se ha alojado en una costilla y ahí sigue, enraizada y agitando, según el viento, todos los órganos con los que percibo. Me ha dado de lleno. Siento el tono efusivo, pero Buda en el ático ha conseguido convertirse en uno de los favoritos. Os presento a todo un caballo ganador.

Mil grullas

Empujadas por las promesas de sus futuros maridos de una vida llena de comodidades, un grupo de japonesas abandonan su país natal para probar suerte en América. Lo que allí encuentran dista mucho de lo que esperaban. La realidad no se hace esperar y se manifiesta ante estas mujeres aplastando sus sentimientos, su cultura y, finalmente, a ellas mismas. Cada una cuenta su historia, pero todas lo hacen con una voz común que las arropa y que las hace sentirse parte de algo en sus momentos más inhabitados. Las veremos llorar, tropezar una y otra vez, y alzarse con el fin de ver qué pueden conseguir de esa tierra desacostumbrada a los pasos lentos de estas mujeres.

viernes, 8 de marzo de 2013

¿Cómo debería ser una persona?


El hype, mezquino marketing, me ha hecho desear el libro de Sheila Heti desde la primera vez que tuve conciencia de él. Más aún cuando oí que Alpha Decay lo incluía en su catálogo ¿Un manual sobre cómo crear una obra de arte si no te consideras un artista? ¿Una biografía novelada sobre lo ridículo que resulta intentar ser alguien, quien sea? Firmo. En este terreno pantanoso de tribus urbanas, redes sociales, grupos de referencia y público objetivo, pocos yoes sobreviven a la manada homicida del nosotros. Así que, ¿por qué no hablar de esto? La identidad vive un auge que ni vampiros, ni sadomasoquistas, ni constructores de catedrales jamás podrán soñar. Y es que querer explicarle a alguien quién es uno y cuáles son sus circunstancias es lo más divertido que le ha pasado a la literatura en mucho tiempo.

Hay quien lo llama empatizar. Otros, voyeurismo. El acto de exhibirse, de cualquier modo, se vuelve explícito. Y puedes apartar la mirada o empaparte hasta decir basta. Y ya que llevo tanto tiempo esperándolo, ¿por qué no echar un ojo?


Soy un collage, ¡mirad cómo camino!

Toda persona es una proceso inacabado. Un eterno “Estamos trabajando. Disculpen las molestias”. En la mayoría de ocasiones se están llevando a cabo estas reformas sin permiso de obras, molestando a aquellos que nos rodean. Por el ruido que estamos haciendo entre palada y palada –no conozco nada que no emita sonido alguno al quebrarse-. Por nuestro constante mendigar de material para llegar a tiempo a la fecha de entrega. Por nuestras manos sucias. Por nuestros cansancio extremo. Todo molesta en aquel que está construyéndose. 

domingo, 3 de marzo de 2013

La campana de cristal


Uno nunca sabe cómo enfrentarse a los clásicos. Siempre se va con esa inseguridad de no saber si se estará a la altura. El miedo a no entenderlo. El miedo a entenderlo y que no te guste. Cuando se mira de frente a obras consolidadas, siempre tendemos a apartar la mirada antes de que algo mayor que nosotros nos deslumbre. Es como pedirle que baile contigo a la chica más popular de la fiesta. Claro que el mundo siempre es mucho peor en nuestras cabezas. Así que basta con acercarse. Y leer la primera línea. Y decir “Hola”. A partir de ahí, uno actúa en función de lo que vaya sucediendo. Da igual cómo acabe el encuentro. Al final, uno siempre tiene una historia que contar. En este caso, la de cómo salí vivo de la depresión de Esther Greenwood, protagonista de La campana de cristal.

Insuficiencia de oxígeno

Ser becaria con gastos pagados en una revista de moda en la Gran Manzana podría ser el sueño de toda chica. Esther Greenwood, sin embargo, lo encuentra algo superficial. Vestidos, maridos, brunchs, no son para ella la meta a perseguir. Sin embargo, allí está. Desde su pequeña ciudad hasta el corazón de Nueva York, Esther  nos narra en primera persona las desventuras de salir del cliché en el que se siente inserta. Y las ganas de arrojarse a cualquier tren en marcha que la lleve a vivir nuevas experiencias. Claro que todo tiene un desenlace y cuando su estancia en Nueva York toca a su fin, empieza la verdadera novela.