sábado, 3 de octubre de 2015

Teoría y práctica del amor

Desde que supe de la existencia de la novela de Scott Hutchins no pude dejar de pensar en ella. Todo el potencial de la inteligencia artificial dentro de los confines de esa ciencia ficción sutil y elusiva propia de los autores que no frecuentan el género. San Francisco de fondo y un declive sentimental fueron los dos elementos que me hicieron decidirme. Lo cierto es que todo vibraba con una intensidad mayor de la esperada debido a la referencia directa en mi cabeza a Her, mi alma gemela cinematográfica. ¿Podría ser Teoría y práctica del amor una prolongación literaria de la película que me quitó el sueño durante todo el pasado año? Admito que es algo terrible, eso de volcar aquello que se ha acabado y que no somos capaces de dejar ir en un nuevo formato para otorgarle una segunda vida. Para otorgarnos una segunda oportunidad. Es terrible e inmaduro. Y toda la novela de Hutchins trata justo eso. Por lo que mi incapacidad para cerrar capítulos se convirtió en metaficción gracias a un divorciado, un ordenador y un padre ausente.



Aún me recuerdo sin necesidad de recordarte

La vida son dos días, pero en slow motion. Nos da tiempo de tenerlo todo y perderlo. De acabar despertando en un apartamento demasiado grande para un hombre adulto y un gato que no nos necesita. Así amanece cada mañana en la vida de Neill, haciendo croquis mentales sobre aquello que no ha salido bien y aquello que ya no quiere arreglar. Una exmujer que parece capaz de rehacer su vida y que lo lanza a la vida del soltero adulto en la gran ciudad. Un mundo de infinitas posibilidades para cualquiera con un trabajo normal. Y justo ése no es el caso de Neill, que es el responsable de revivir a su padre –literalmente-. Volcado en un ordenador a través de toda la información depositada en los diarios que escribió en vida, Neill hijo moldea a Neill padre para convertirlo en la primera inteligencia artificial capaz de confundirse con un humano. Y para ello ha de interactuar con él, con el fin de asemejarlo a la imagen que recuerda de un padre que no sabe a ciencia cierta si lo quiso, y al que no puede preguntarle sobre el suicidio que le empujó a desaparecer y a trastocar el norte de su hijo. La letra pequeña de las segundas oportunidades.



Decir ‘te quiero’ en binario

Una de las ideas que actualmente tienen una fuerte vigencia en la ciencia ficción y sus homólogos académicos –física cuántica, computación cuántica- es la de conseguir la inmortalidad a través de volcar todo lo que somos en un base de datos digital que nos permita interactuar con el mundo a cambio de la fisicidad de nuestros cuerpos. La singularidad es una de las metas del poshumanismo, cuya preservación del conocimiento fundamenta todo el movimiento. Bueno, y un poco de ego también. Y de negación a la muerte. Y de la incapacidad de dejar ir. Es bonito e ingenuo cuando la ciencia avanza justo en la dirección de nuestros miedos infantiles. 

En Teoría y práctica del amor está singularidad manifiesta empieza siendo un mero software, un simulacro de alguien que ya no está. Pero se acaba convirtiendo en algo mucho más profundo, el legado del padre con posibilidad de réplica. La ruptura de la cuarta pared que volatiza la noción de ficción autodirigida y acaba integrando al espectador que llora y asiente y rebate el miedo de decirle la verdad a alguien que ya no camina entre nosotros, pero que es capaz de responder a través del código binario.



Quiero a mi padre y quiero a mi madre, no en ese orden


La literatura de la madre es una historia de sacrificios y de supervivencia. La literatura del padre, en cambio, se fundamenta en la ausencia y la distancia. Mientras la madre transige, el padre transgrede. Rompe la rutina protectora del hogar y se convierte en la autoridad a derrocar. Papá es el primer enfrentamiento contra el orden establecido. Matar al padre es un rito hacia la madurez. Matar a la madre es un delito federal.  El protagonista de esta novela no sabe si su padre lo quería o no. Y esto, de algún modo, ha trastocado toda su vida de adulto. La incomunicación asociada a la masculinidad ortodoxa sigue generando hombres con una deformidad emocional que no apreciamos a simple vista. Siempre he entendido lo masculino como la incapacidad de decir aquello que permanece impronunciable en el aire de una habitación. Neill hijo intentando por todos los medios que un programa de ordenador con la voz de su padre le diga te quiero y fingiendo que todo va bien. Scott Hutchins ha creado una fábula que transmite de forma adecuada el voto de silencio en caída libre. Ése que nos viene desde arriba. Desde el padre que nos saluda con poca efusividad porque nadie le ha explicado en qué dirección ha de ir todo aquello que siente. Y ya se sabe que los hombres nunca preguntamos cómo se llega a algún lugar, aunque nos vaya la vida en ello.

Ilustración de Andrew Fairclough

2 comentarios:

  1. No tengo nada (pero nada) claro que me vaya a gustar, pero atraerme, me atrae muchísimo. El título, el argumento, la mera mención a Her nada más abrir la entrada... Me lo apunto, y que sea lo que Dios quiera.

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    1. Hola Jorge, qué rápido!

      Bueno, no es la mejor novela que he leído este año pero tampoco es una pérdida de tiempo. Tiene reflexiones que merecen la pena y el resultado final es salvable. Una novela ligera sobre identidad, relaciones y figuras paternas ausentes.

      Ya me dirás qué tal.

      Un saludo!

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