domingo, 11 de diciembre de 2016

Ocho cosas que he aprendido con Tan poca vida

Escribir sobre un libro del que todo el mundo ya tiene una opinión es muy difícil. En algo más de un año Tan poca vida se ha convertido en todo un fenómeno literario. Ni siquiera sus más acérrimos detractores pueden negar esto. La hipernovela de Yanagihara es capaz de levantar grandes pasiones por donde quiera que pasa. Desde el rostro orgásmico de su portada hasta el desenlace demoledor de su historia, la epopeya que nos propone la autora norteamericana se configura como todo un hito en la historia de la literatura. Puede que suene grandilocuente. Puede que algunos crean que el único triunfo que debe adjudicarse haya sido el de llevar el melodrama a la alta literatura. Tras las 1032 páginas de la versión en castellano, puedo asegurar que nunca he leído nada igual. Y por el bien de mi psique espero no volver a hacerlo. Porque Tan poca vida no es uno de esos libros ingenuos que pueden ser clasificados como malos o buenos. Aquí no puede haber un balance de sus virtudes y defectos. Estamos ante una novela de las que duelen. De esas cuya capacidad transformadora todo el mundo intuye, pero pocos han visto en la más reciente literatura. Desde ya quiero dejar claro que esto no es una reseña, sino el testimonio de cómo sobreviví al enfrentamiento con una historia capaz de pisotearte hasta que respirar no sea una opción.

No entraré en sinopsis ni en historias secundarias. Es fácil tener acceso a dicha información. En la ficha de Goodreads aparece el argumento al detalle. En cualquiera de los blogs que frecuento podrás obtener una radiografía fidedigna y sin destripes. O puedes entrar sin saber y sin miedo en la primera página. Esta entrada sólo busca dejar claro que hay libros que lo mueven todo de sitio. Al sentarme a escribir sólo quería dejar salir aquello que he aprendido de la vida, de la literatura y de mí mismo en la que es, desde ya, la mejor novela que vas a leer este año.