martes, 19 de febrero de 2013

El cuento de la criada


Si leo ciencia ficción con frecuencia es porque necesito que algo llegue y que rompa los esquemas de lo que creía cierto. Ideas que pongan en pie de guerra lo que daba por sentado. Y es que distorsionando en extremo lo preconcebido puedo entender qué hechos, qué símbolos, qué actos dan forman a lo que entiendo por cotidiano. En esta novela de Margaret Atwood no hay naves espaciales, ni poderes extrasensoriales aunque no hacen falta para incluirla dentro de la literatura de género. El futuro que aquí se nos presenta es tan terrible que el individuo no tiene un enemigo al que enfrentarse. Ni una pantalla a la que dirigirse. Ni un cuerpo propio al que aferrarse.

El rojo no es un color

Las criadas son la solución para el gran problema que supone el descenso vertiginoso de la natalidad. Vestidas de rojo de principio a fin, son asignadas a familias con recursos para que pueden perpetuar el linaje. No hay posibilidad de réplica. Ya no queda nada de aquella vida de finales del siglo XX. Las libertades individuales y los sentimientos se han convertido en un tema tabú sobre el que hablar, una utopía por la que ya nadie lucha.


A través del relato ofrecido por una de estas criadas vamos desgranando lo que ha sucedido fuera y dentro de ella. Somos testigos de la vivencia en primera persona de aquellos que han sido despojados de todo lo que teocracia imperante no considera lícito.

Y es que el Antiguo Testamente resurge como la nueva constitución de un mundo clasificado y simplificado en exceso. Donde las mujeres vestidas de verde son las que limpian el hogar, las mujeres de azul son las que duermen en nuestra cama y las mujeres de rojo son la matriz fértil sobre la que depositar la posibilidad de un futuro.


Mil veces maldita la palabra dicha

No leer las páginas, sino poner la oreja y escuchar lo que se nos está contando. Porque no hay tiempo. Porque escribir es un delito penado en este mundo. Somos los testigos de un relato oral del que no podemos fiarnos porque sabemos de antemano que en numerosas ocasiones la protagonista nos está mintiendo. Ya sea para salvarse así misma el pellejo o para escapar de lo que realmente está sucediendo. Retrocede, va, vuelve, inventa, reproduce y acelera el relato a su antojo. Atwood ha sabido crear una voz narradora personalísima que sabe qué teclas tocar para que afinemos el oído. A caballo entre el monólogo interior –por lo desestructurado- y la tradición oral –por la presencia implícita de alguien que oye-, estamos ante un ejercicio estilísticamente encomiable. 


Mujer, complemento directo

La mujer como objeto. Lo femenino como eterna moneda de cambio. El elemento transitivo con el que se interactúa está atado de pies y manos por el peso de la historia. Esa perra cíclica que vuelve una y otra vez a contarnos el mismo chiste sin gracia. Y los derechos se vuelven un castillo de naipes que caen con la primera bofetada del estado marcial. Con la impotencia implícita del hombre que no sabe cómo manejar a una mujer si no es reduciéndola a algo que responda a sus silbidos.

La mujer como sujeto. Lo femenino como la voz cambiante de lo imperecedero. El salto cualitativo del silencio a la conquista de la sexualidad. De su propio cuerpo. Mostrado u oculto en función de los intereses de su portadora. Derecho a decidir ser la madre, la puta, la diosa o la bruja. La manada de siervas convertida en la turba enfurecida que prende fuego a aquellos con el silbido fácil. No hay otro modo. No hay otra identidad que aquella que se sustenta sola, aquella que no está definida en función de cualquier otro elemento que se nos pueda venir encima.

Miles de año pidiendo disculpa por morder una manzana. Por abrir una caja. Por sentir placer si se diese el caso. Por existir con la suficiente convicción como para no necesitar a otro humano. Y ahí radica la historia de ellas. Domesticar el lenguaje que las obliga a decir “necesito” en vez de “quiero”.


Margaret Atwood (1939, Canada)
  
El olor que se siente es el de nuestra propia carne, un olor orgánico, con un deje a hierro, que debe de proceder de la sangre de la sábana, y otro olor, más animal, que seguramente sale de Janine: olor a guarida, a cueva habitada, el olor de la manta de cuadros encima de la cual una vez parió la gata, antes de que la esterilizaran. Olor a matriz.

No quiero sentir dolor, no quiero ser una bailarina ni tener los pies en el aire y la cabeza convertida en un rectángulo de tela blanca, sin rostro. No quiero ser una muñeca colgada en el Muro, no quiero ser un ángel sin alas. Quiero seguir viviendo, como sea. Cedo mi cuerpo libremente para que lo usen los demás. Pueden hacer conmigo lo que les venga en gana. Soy un objeto. Por primera vez siento el verdadero poder que ellos tienen.

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