La
narrativa postapocalíptica está de moda. Hay cientos de referencias invadiendo las
librerías. Curiosamente, el título más demoledor, el hijo no reconocido del
género, no lo vas a encontrar junto a los demás.
A
finales de 2013 Alpha Decay publicó la colección de relatos más extraña que he
tenido el acierto de leer. Y digo ‘relatos’ porque no sé dónde meter todo lo
que sale del texto de Blake Butler, pero lo cierto es que no es una narrativa
que pueda ser clasificada. El libro es una fisura extraña dentro de la ciencia
ficción donde se instala la alegoría entendida en términos bíblicos. Algo así
como la precuela espiritual de La
carretera de Cormac McCarthy. Un híbrido entre dos especies destinadas a
cazarse mutuamente. Una abominación que respira y que sobrevive contra todo
pronóstico.
Metal y polvo
Estamos
extintos. No es una valoración rápida y superficial. Lo que queda de nosotros
difícilmente puede llamarse ‘humano’. La luz ya no existe. Nuestros propios
perros ya no nos reconocen. Masticamos trozos de metal y polvo para pasar el
rato. Al respirar, piel muerta sale de nuestros orificios nasales. Al llover,
cientos de cosas caen del cielo con la intención de hundirnos. Ninguna de ellas
es agua. El agua sale de nuestros propios cuerpos a borbotones. Turbia. Y ahí,
cómodos y sonoros, viven los relatos que elabora Butler.
Pequeñas
voces contándonos cómo es buscar a una madre bajo las piedras. Cómo es una
pandemia entra la clase de ciencias y matemáticas. Cómo adiestrar a tu hijos
para que no te muerdan. Porque tienen hambre. Y porque el mundo ya no existe
para dar cobijo a los humanos. Con devastadores interludios para explicar qué
está escupiendo el cielo en cada momento, la colección de relatos se vuelve
venenosa e introspectiva. El apocalipsis sucede en nuestros cuerpos deformados.
Y los monstruos y los muertos se sientan a comer juntos en la misma mesa. Porque,
ante todo, estas historias tratan sobre esas familias que se reúnen en torno a
una mesa. Y rezan antes de servir el puré y los rábanos. Rezan porque cada uno de los miembros sigue bajo el mismo techo. Y rezan para que eso no signifique que alguien vaya a comerse a
quien tiene justo a su lado.
Mantente despierto
Si
Blake Butler con su anterior libro nos explicaba cómo es sufrir insomnio, aquí
pasa directamente a la práctica y nos quita el sueño. No sé si estamos ante una
técnica de marketing retroactiva para que este segundo libro suba las ventas
del primero. Lo que sí sé es que este escritor maldito se vuelve hipnótico. Su
apocalipsis no tiene causas, no puede rastrearse. Justo es así cómo funciona
ese atlas de cenizas que impide ver los límites de nuestra perdición. No puede
cartografiarse el dolor o la pérdida. Hay un punto de no retorno en el que ya
no puede monitorizarse los errores. De ahí que todos sus personajes usen como
punto de referencia los olores que sus cuerpos desprenden para saber de
dónde vienen. De ahí que las casas se llenen de insectos para indicar dónde
está el sur. O cuán lejos la primavera. Butler usa la atmósfera en dosis perfectas
para ahorrar a sus personajes la molestia de hablar. Para ello tendrían que
quitarse ese máscara de gas que todos llevan y a la que le profesan el poco
amor que les queda.
Ya
lo decía más arriba. No sé cómo clasificar estos relatos, más cerca de la fotografía
que de la narrativa. Su descripción exhaustiva e intimidante de todo lo que
está ocurriendo invade los ojos del lector y transfigura la tinta por luz de
bombilla a punto de fundirse. Todo goza de buena salud visual. Incluso los
detalles más metafísicos de una desolación cotidiana. Lo raro tiene lugar en el
patio de atrás. O en la habitación de la hija. Y ahí, en terreno conocido,
surge la manifestación de un mundo nuevo en el que no somos la especie
dominante.
Ayúdame a perder la cabeza
Hay
cotas altas de empatía en decirle adiós a la cordura en un acto comunitario y
fraternal. Todos hundidos y de la mano. Nadie se salva, puede que alguno
respire por más tiempo, pero en El atlas
de ceniza nadie se salva. No hace falta un macrosuicidio. No hace falta
explicarle al hijo, como en la novela de McCarthy, qué hacer con la última bala
que queda en la pistola. Unos a otros se limpian las llagas. Y no tardan mucho
porque son pocos. Y abrazados en un último acto revolucionario de reconocerse
iguales ante el fin, observan la puesta sol. O al menos lo que los enjambres de
insectos dejan ver.
Hay
amor en la novela de Butler. No hay facturas, ni programas televisivos, ni
siquiera algo parecido a una sociedad. Pero hay amor hacia lo que queda en pie.
Como cuando en Melancholia, Justine
y Claire observan juntas y tranquilas cómo se acerca un nuevo planeta para
acabar con todo lo que ellas conocen. Sí, hay un amor sosegado y auténtico que
se manifiesta en el último acto. En el desenlace de aquello que no podemos
evitar que acabe. Queda patente el amor manifiesto en el libro de Butler, cuyo desenlance
empieza desde la primera página.
Fotografía de Sven Kristian |
¡Qué problema con las actualizaciones! En fin, ni idea de que hubiera publicado Butler nada antes, solo conozco este que miro con recelo cada vez que paso los dedos por la estantería para elegir el próximo mundo que habitaré. La verdad es que tu reseña es un pase directo, apocalipsis, ciencia ficción y encima nos ofreces una imagen de Trier por si acaso no nos queda claro la inminencia a la que nos aboca Butler. No sé si es por ti o por mí, por cómo lo has leído o por como creo que lo leeré yo, el caso es que la reseña me deja claro que debo sacudirle el polvo a mi tomo e ir acostumbrándome a la ceniza. Un abrazo.
ResponderEliminarCreo que hay una poética destructiva en esta cosa extraña que Butler ha escrito. Algo que me parece pertinente rescatar de aquel lejano 2013. Es una historia corta, difícil y potente. Las palabras están aquí elegidas con milímetros. No sé cómo será leer esto en inglés. Miedo me da. Ya me contarás.
EliminarUn abrazo José.