Sam
es un joven escritor que vive en Manhanttan. O, cuanto menos, existe en
Manhattan. Ya que la gran desidia generacional de los jóvenes de nuestro tiempo
ha encontrado en él el canal perfecto para manifestarse. Ni siente, ni padece,
ni se eleva, ni cae.
Chatea en Internet con gente a la que nunca ha visto. Va a
fiestas a las que no sabe a ciencia cierta si ha sido invitado. Roba con
frecuencia víctima de una cleptomanía funcionalista. Pasa noches en la cárcel.
Se levanta tarde y recuerda durante cinco, diez minutos, qué no funcionó en sus
relaciones anteriores. Poco más se puede decir de Sam. Ni siquiera él puede
hablar en su defensa. Y no es que la
necesite o le importe. Porque ha construido un microuniverso deshumanizado
entorno a sí mismo que lo protege de todo lo que podría llegar a hacerle daño,
pero también de aquello que lo arrancaría de esa nota atonal en la que vive.
Claro que, no es que él quiera ser arrancado de ahí. O sí. No lo sabemos. Y él
no tiene ningún interés en contárnoslo.