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domingo, 3 de marzo de 2013

La campana de cristal


Uno nunca sabe cómo enfrentarse a los clásicos. Siempre se va con esa inseguridad de no saber si se estará a la altura. El miedo a no entenderlo. El miedo a entenderlo y que no te guste. Cuando se mira de frente a obras consolidadas, siempre tendemos a apartar la mirada antes de que algo mayor que nosotros nos deslumbre. Es como pedirle que baile contigo a la chica más popular de la fiesta. Claro que el mundo siempre es mucho peor en nuestras cabezas. Así que basta con acercarse. Y leer la primera línea. Y decir “Hola”. A partir de ahí, uno actúa en función de lo que vaya sucediendo. Da igual cómo acabe el encuentro. Al final, uno siempre tiene una historia que contar. En este caso, la de cómo salí vivo de la depresión de Esther Greenwood, protagonista de La campana de cristal.

Insuficiencia de oxígeno

Ser becaria con gastos pagados en una revista de moda en la Gran Manzana podría ser el sueño de toda chica. Esther Greenwood, sin embargo, lo encuentra algo superficial. Vestidos, maridos, brunchs, no son para ella la meta a perseguir. Sin embargo, allí está. Desde su pequeña ciudad hasta el corazón de Nueva York, Esther  nos narra en primera persona las desventuras de salir del cliché en el que se siente inserta. Y las ganas de arrojarse a cualquier tren en marcha que la lleve a vivir nuevas experiencias. Claro que todo tiene un desenlace y cuando su estancia en Nueva York toca a su fin, empieza la verdadera novela.