No
pude resistirme. No iba a comprar ningún libro aquel día. Pero allí lo
encontré, destacando entre el resto. Su maravillosa portada con ese fugu gigante me impedía ver cualquier
otra cosa. Su título, a todas luces, una declaración de intenciones en toda
regla. Al darle la vuelta y leer su sinopsis, su extraña visión de un Tokio
pensado exclusivamente para el regodeo emocional del extranjero fue decisivo.
Salí de aquella librería incrustada en el costado de un museo de Barcelona con mi ejemplar de El
único final feliz para una historia de amor es un accidente. Aún no
sabía qué puertas estaba cruzando en aquel momento.
Gaijin, mon amour
El
extranjero es una falta de cortesía per
se. Un bárbaro incapaz de entender los matices del Japón milenario. Una
invasión sutil frente a la cual Mishima se reveló de la forma más macabra. Sin
embargo, una forma de rebeldía contrapuesta será llevada a cabo por Shinsuke
cuando caiga rendido ante los encantos de una polaco-rumana llamada Iulana. Una
ofensa, otra más, para su dictatorial y bizarro padre, el aclamado poeta Atsuo
Okuda. Retirado ya de los circuitos literarios y dedicado al cien por cien a la
observación y escrutinio de la vida de Tokio a través de una red de cámaras y
micrófonos instalados por toda la ciudad. En este voyeurismo analítico se va
gestando la venganza personal del padre contra el hijo. De la soledad con el
intento de algún tipo de amor. Del poder
ejercido por el simple hecho de poseerlo contra la intensidad de vivir una
historia cuyo desenlace no puede ser más que un accidente en toda regla.
Ya nos avisa desde el título.