El 9
de marzo es el día del libro. No es que en dicha efeméride Pessoa descubriese
la crueldad del mundo o que a Kelly Link le regalasen los cuentos completos de
Lovecraft. Nada de eso. Fue el día en el que mi madre dio a luz entre sangre,
sudor, lágrimas y tinta a un niño de 3 kilos y 560 páginas. Una matrona y un
bibliotecario hicieron el trabajo sucio. Desencuadernar la placenta y darle la
primera cachetada en la nalga con un ejemplar de El Ruido y la Furia (por eso
Faulkner siempre me hace llorar). Y desde entonces ¡Mirad cómo camino! Recuerdo
a mi madre poniéndome cada noche un punto de libro bajo la axila izquierda para
recordar al día siguiente por dónde había dejado yo la conversación. Recuerdo a
mi padre doblándome la oreja por una esquina para hacer exactamente lo mismo.
Pero lo que más recuerdo son mis cumpleaños, cuando los humanos llegaban a casa
con ejemplares vivos de historias escritas. Cada 9 de marzo, la tinta volvía a
sus orígenes. Y los libros rugían en manada y doblaban sus rodillas inexistentes
ante mí. Este 9 de marzo no ha sido una excepción, ¡mirad cómo acumulo!