martes, 5 de febrero de 2013

Nosotros los animales


Llevo una ristra de lecturas breves a cuesta. Nada serio. Nada complicado. Nunca superan las doscientas páginas y están acorde con la falta de constancia que impera hoy día en mi vida. Leo. Dos, tres tardes y luego me despido. Todo iba según lo planeado. Hasta que descubrí a una alimaña en la estantería. Una bestia escurridiza que al intentar sacarla de su lugar, me mordió la mano. No iba a ser una lectura fácil. No por la prosa. No por el estilo. Sino porque estaba ante uno de esos libros raros con una soberbia insultante. De los que entre líneas guardan un cepo y una vez finalizados, al intentar alejarnos, vemos cómo nuestro pie no responde, nuestras siguientes lecturas no tiran. De alguna forma, me estoy viendo obligado a seguir entre animales. Comer con las manos. Comunicarme con gruñidos. Y es que hasta ahora no había rendido cuentas con la parte menos domesticada de mi persona.

Donde viven los monstruos

No hay periodo más animal que la infancia. Cuando uno aún no ha sido socializado. Cuando todo -o casi- está permitido. Son los 80 y en el barrio de Brooklyn hay una manada formada por tres hermanos dejados de la mano de Dios. Una madre cansada y ausente. Un padre vivo, volátil y violento. Todo el tiempo del mundo y un paisaje desolado lleno de carroña. Y hambre, el hambre como elemento definitorio de estos animalillos escuálidos y vivarachos. Las aventuras de estas criaturas son contadas aquí con la crudeza de la carne fresca y la belleza temporal de aquello que ha ocultado los colmillos por momentos.


Toda la novela es un ejercicio sobre la violencia física del crecimiento y del puño. Y es que la infancia de estos tres es una oda a la supervivencia en toda regla. Un intento desmoralizante y urbano de adaptar El Señor de las Moscas a un escenario donde la amenaza acaba contaminando y modificando la mirada y las formas. Donde la víctima mira el reloj e intercambia roles con el verdugo. La ley de la oferta del más débil y la demanda del más fuerte.


El arte de dejar huella

No es un clásico moderno. Ni siquiera el mejor debut visto en mucho tiempo. Pero esta primera novela de Justin Torres contiene tanta autenticidad que da cierto reparo fisgonear en la vida de estos niños. Cada bofetada que reciben suena en tus oídos. Y su eco se dilata en el espacio saltando de la hoja. Uno de los preceptos que se aprende en las clases de escritura es que tu texto debe apostar, no por ser cierto, sino verosímil. Y aquí, de eso, hay mucho. No es fácil identificarse con un niño medio puertorriqueño de los suburbios de Brooklyn en los años 80. Y el autor, no sólo consigue esa hazaña, sino que además lo hace con los mínimos recursos posibles. Aquí no se ahonda en la psicología de los personajes, no más de lo necesario. Y, sin embargo, en sus breves capítulos, uno va entrando en la familia. Come con ellos. Grita con ellos. Y aparta la mirada cuando lo que sea que se vean forzados a ver, les obliga a girar sus cuellos y cantar fuerte como método de distracción.

El lenguaje que usa Torres es tan duro, que cuando baja las armas dejando que entre oxígeno y poesía uno lo agradece. Y aunque tiene ese pragmatismo norteamericano por contar una historia a cualquier precio, a veces te regala ciertas volutas de humo para entrever la crudeza desde una perspectiva difusa. Como la que tendría un niño que, al entrecerrar los ojos, deja de ver una pelea doméstica para contemplar un montón de rayones de colores que se han salido de las líneas preestablecidas del dibujo.


Asilvestrar lo ya domado

No existe animal más peligroso que el niño. En él convive la dualidad más terrible y tolerada de todas: la coexistencia de la caperucita roja y del lobo estepario. La amenaza que representa el niño es la permisividad con la que ambas naturalezas pueden manifestarse e interactuar con el mundo. La actividad mental y la salvajada física son aplaudidas abiertamente.

Después, ya de adultos, uno no puede morder con la intención de despedazar. Ni mear en cualquier rincón para llamar la atención, para dejar claro que estuvimos en ese recodo que huele a orín. Pero ellos, los infantes, tienen que hacerlo, tienen que ser el doble de crueles que un adulto medio, porque han de defenderse de lo impresionante que es todo a esa edad. Aullar cuando llorar no es suficiente. Revolcarse cuando no sabemos dónde es frágil el suelo que pisamos. Meterse en la boca el gusano, el brócoli, la mano de otro niño para entender a qué saben las cosas.

Justin Torres escribe sobre este animal. Sobre la salud mental entendida como un hueso que proteger. Una pieza única por la cual dejarse la piel o arrancarla a tiras con el fin de defenderla. El animal y el niño son lo mismo en esta novela, ego y alter ego de una infancia bombardeada con recuerdos nefastos. Vivencias que un niño no podría soportar sin dejar suelta a la bestia que camina con soltura por todas y cada una de las páginas que componen esta historia.



Justin Torres (1980, Nueva York)
 Yo creía que podríamos huir –susurró-. Lo tenía todo calculado, como hoy en el prado, estaba convencido de que Dios tiraría de aquellas cometas y nos levantaría del suelo, que nos protegería. Pero ahora sé que Dios ha mezclado todo lo limpio con lo sucio. Tú, yo y Joel no somos más que un puñado de semillas que Dios ha arrojado al barro y al estiércol. Estamos solos.
 Todo el mundo tiene derechos. Tanto el hombre atado a una cama como el que está encerrado en un calabozo tienen derechos. Incluso el bebé que llora a moco tendido tiene derechos. Claro que tienes derechos. Lo que no tienes es poder.

5 comentarios:

  1. Me ha encantado el estilo con el que describes la novela.

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  2. Si tenéis la oportunidad, atrapadlo, creo que es una lectura breve muy recomendable.

    Gracias Alejandro, gracias Armada Invencible por vuestros comentarios.

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  3. Otra novela que tendré en cuenta. Tomo nota. Curiosamente llevo unos días con una frase dando bandazos en mi cabeza, una reflexión que viene a cuento con esta reseña y con los tiempos que vivimos: "el poder nos asilvestra".
    Un abrazo, excelente reseña

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  4. Lo cierto es que en estos tiempos viene que ni pintada esa cláusula que debería ser firmada en toda toma de poder.

    El libro, un poco más mundano, también juega con la idea de ser fuertes abandonando lo socializado.

    Gracias por pasarte Jordi!

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