Desde
que supe de la existencia de la novela de Scott Hutchins no pude dejar de
pensar en ella. Todo el potencial de la inteligencia artificial dentro de los
confines de esa ciencia ficción sutil y elusiva propia de los autores que no
frecuentan el género. San Francisco de fondo y un declive sentimental fueron
los dos elementos que me hicieron decidirme. Lo cierto es que todo vibraba con
una intensidad mayor de la esperada debido a la referencia directa en mi cabeza
a Her, mi alma gemela
cinematográfica. ¿Podría ser Teoría y práctica del amor una prolongación literaria de la película que me quitó el
sueño durante todo el pasado año? Admito que es algo terrible, eso de volcar
aquello que se ha acabado y que no somos capaces de dejar ir en un nuevo
formato para otorgarle una segunda vida. Para otorgarnos una segunda
oportunidad. Es terrible e inmaduro. Y toda la novela de Hutchins trata justo
eso. Por lo que mi incapacidad para cerrar capítulos se convirtió en
metaficción gracias a un divorciado, un ordenador y un padre ausente.
Aún me recuerdo sin necesidad de recordarte
La
vida son dos días, pero en slow motion.
Nos da tiempo de tenerlo todo y perderlo. De acabar despertando en un
apartamento demasiado grande para un hombre adulto y un gato que no nos necesita.
Así amanece cada mañana en la vida de Neill, haciendo croquis mentales sobre
aquello que no ha salido bien y aquello que ya no quiere arreglar. Una exmujer
que parece capaz de rehacer su vida y que lo lanza a la vida del soltero adulto
en la gran ciudad. Un mundo de infinitas posibilidades para cualquiera con un
trabajo normal. Y justo ése no es el caso de Neill, que es el responsable
de revivir a su padre –literalmente-. Volcado en un ordenador a través de toda
la información depositada en los diarios que escribió en vida, Neill hijo
moldea a Neill padre para convertirlo en la primera inteligencia artificial
capaz de confundirse con un humano. Y para ello ha de interactuar con él, con el
fin de asemejarlo a la imagen que recuerda de un padre que no sabe a ciencia
cierta si lo quiso, y al que no puede preguntarle sobre el suicidio que le
empujó a desaparecer y a trastocar el norte de su hijo. La letra pequeña de las
segundas oportunidades.
Decir ‘te quiero’ en binario
Una
de las ideas que actualmente tienen una fuerte vigencia en la ciencia ficción y
sus homólogos académicos –física cuántica, computación cuántica- es la de
conseguir la inmortalidad a través de volcar todo lo que somos en un base de
datos digital que nos permita interactuar con el mundo a cambio de la fisicidad
de nuestros cuerpos. La singularidad es una de las metas del poshumanismo, cuya preservación del
conocimiento fundamenta todo el movimiento. Bueno, y un poco de ego también. Y
de negación a la muerte. Y de la incapacidad de dejar ir. Es bonito e ingenuo
cuando la ciencia avanza justo en la dirección de nuestros miedos infantiles.
En Teoría y práctica del amor está
singularidad manifiesta empieza siendo un mero software, un simulacro de alguien que ya no está.
Pero se acaba convirtiendo en algo mucho más profundo, el legado del padre con
posibilidad de réplica. La ruptura de la cuarta pared que volatiza la noción de
ficción autodirigida y acaba integrando al espectador que llora y asiente y rebate
el miedo de decirle la verdad a alguien que ya no camina entre nosotros, pero
que es capaz de responder a través del código binario.
Quiero a mi padre y quiero a mi madre, no
en ese orden
La
literatura de la madre es una historia de sacrificios y de supervivencia. La literatura
del padre, en cambio, se fundamenta en la ausencia y la distancia. Mientras la
madre transige, el padre transgrede. Rompe la rutina protectora del hogar y se
convierte en la autoridad a derrocar. Papá es el primer enfrentamiento contra
el orden establecido. Matar al padre es un rito hacia la madurez. Matar a la
madre es un delito federal. El
protagonista de esta novela no sabe si su padre lo quería o no. Y esto, de
algún modo, ha trastocado toda su vida de adulto. La incomunicación asociada a
la masculinidad ortodoxa sigue generando hombres con una deformidad emocional
que no apreciamos a simple vista. Siempre he entendido lo masculino como la
incapacidad de decir aquello que permanece impronunciable en el aire de una
habitación. Neill hijo intentando por todos los medios que un programa de
ordenador con la voz de su padre le diga te quiero y fingiendo que todo va
bien. Scott Hutchins ha creado una fábula que transmite de forma adecuada el
voto de silencio en caída libre. Ése que nos viene desde arriba. Desde el padre
que nos saluda con poca efusividad porque nadie le ha explicado en qué dirección
ha de ir todo aquello que siente. Y ya se sabe que los hombres nunca
preguntamos cómo se llega a algún lugar, aunque nos vaya la vida en ello.
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Ilustración de Andrew Fairclough |
No tengo nada (pero nada) claro que me vaya a gustar, pero atraerme, me atrae muchísimo. El título, el argumento, la mera mención a Her nada más abrir la entrada... Me lo apunto, y que sea lo que Dios quiera.
ResponderEliminarHola Jorge, qué rápido!
EliminarBueno, no es la mejor novela que he leído este año pero tampoco es una pérdida de tiempo. Tiene reflexiones que merecen la pena y el resultado final es salvable. Una novela ligera sobre identidad, relaciones y figuras paternas ausentes.
Ya me dirás qué tal.
Un saludo!